El cambio de hora tiene a Miguel un poco desquiciado. Son sesenta minutos que dilatan la tarde y la traen de los pelos, quiera o no. Lo copiaron los ingleses de los alemanes, en tiempos de guerra. Pero la costumbre sigue, aunque en las trincheras ya ha crecido la hierba y nadie llora a aquellos muertos, que fueron muchos. Durante días a Miguel le cuesta conciliar el sueño, hasta que se impone la fuerza de la costumbre. Tener los ojos abiertos en la oscuridad es un derroche, ¿qué registra la retina?, ¿la nada? Tanta sinapsis por el sumidero. Pero aparte del juego de tenis que se traen con el reloj nuestras autoridades, algo más perturba a Miguel. Al menos hoy.
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