Habla vas?

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Entró en la cocina con la sangre goteando de su boca, dejando tras de sí un rastro de florecientes anémonas escarlata en un océano de mármol; un enjambre de avispas había construido una colmena en su oído izquierdo, donde estalló el segundo puñetazo cuando el primero ya le había partido ambos labios y el tercero aún no había impactado contra sus costillas, con un crujido que le recordó al chisporroteo del agua derramada sobre aceite hirviendo.

Aún no duele, pensó ella. No como, sabía de sobra, dolería más tarde.

Se apoyó tambaleándose en la encimera, escuchando vagamente como se encendía el televisor en el salón, la sintonía kitsch de algún concurso llenando cada rincón de la casa. A él todo le gustaba así: odiaba el sosiego como si este lo dejase desnudo ante sí mismo, enfrentándolo cara a cara con algo que no podría tolerar: por eso llenaba la quietud con sonidos a todo volumen, incluso alzando tanto la voz que más de una vez había provocado las tímidas - y cada vez menos frecuentes, más medrosas - quejas de los vecinos.

Y eso - se dijo ella una vez más - era lo que más disfrutaba su marido: el miedo. Se alimentaba de los temores ajenos con la fruición de un gourmet, con el ansia sedienta de carne de un depredador urbano.

No, se rectificó a sí misma mientras arrancaba un puñado de papel de un rollo y se lo llevaba a la boca. Eso era solo lo segundo que más le gustaba. Lo primero era esto.

Así lo llamaba en sus pensamientos: esto. Ni siquiera en el inviolable reducto de su alma se atrevía a llamarlo de otro modo; ni siquiera recordaba la primera vez, y había perdido la cuenta de los días en los que esto sucedía.

En realidad, hubiera sido más sencillo llevar la cuenta de los que no.

Y nunca sabías por qué ni cuándo. Eso era - casi - lo peor de todo.

Se dispuso a preparar la cena - para él: ella no podría comer nada al menos hasta mañana - y al abrir el cajón de los cubiertos sus ojos quedaron a la altura del cartel, primorosamente decorado con un marco de rosas amarillas, que le había regalado su madre hacía ya tanto tiempo, como si fuese una profecía del camino que había seguido en su propio matrimonio: Para los males solo existen dos remedios: el tiempo y el silencio.

Y mientras introducía la mano en el cajón, de repente lo supo.

Se equivoca, pensó mientras extraía lentamente un cuchillo. Hay un tercero.

Y sonrió.


Foto: TRES

Entró en la cocina con la sangre goteando de su boca, dejando tras de sí un rastro de florecientes anémonas escarlata en un océano de mármol; un enjambre de avispas había construido una colmena en su oído izquierdo, donde estalló el segundo puñetazo cuando el primero ya le había partido ambos labios y el tercero aún no había impactado contra sus costillas, con un crujido que le recordó al chisporroteo del agua derramada sobre aceite hirviendo.

Aún no duele, pensó ella. No como, sabía de sobra, dolería más tarde.

Se apoyó tambaleándose en la encimera, escuchando vagamente como se encendía el televisor en el salón, la sintonía kitsch de algún concurso llenando cada rincón de la casa. A él todo le gustaba así: odiaba el sosiego como si este lo dejase desnudo ante sí mismo, enfrentándolo cara a cara con algo que no podría tolerar: por eso llenaba la quietud con sonidos a todo volumen, incluso alzando tanto la voz que más de una vez había provocado las tímidas - y cada vez menos frecuentes, más medrosas - quejas de los vecinos.

Y eso - se dijo ella una vez más - era lo que más disfrutaba su marido: el miedo. Se alimentaba de los temores ajenos con la fruición de un gourmet, con el ansia sedienta de carne de un depredador urbano.

No, se rectificó a sí misma mientras arrancaba un puñado de papel de un rollo y se lo llevaba a la boca. Eso era solo lo segundo que más le gustaba. Lo primero era esto.

Así lo llamaba en sus pensamientos: esto. Ni siquiera en el inviolable reducto de su alma se atrevía a llamarlo de otro modo; ni siquiera recordaba la primera vez, y había perdido la cuenta de los días en los que esto sucedía.

En realidad, hubiera sido más sencillo llevar la cuenta de los que no.

Y nunca sabías por qué ni cuándo. Eso era - casi - lo peor de todo.

Se dispuso a preparar la cena - para él: ella no podría comer nada al menos hasta mañana - y al abrir el cajón de los cubiertos sus ojos quedaron a la altura del cartel, primorosamente decorado con un marco de rosas amarillas, que le había regalado su madre hacía ya tanto tiempo, como si fuese una profecía del camino que había seguido en su propio matrimonio: Para los males solo existen dos remedios: el tiempo y el silencio.

Y mientras introducía la mano en el cajón, de repente lo supo.

Se equivoca, pensó mientras extraía lentamente un cuchillo. Hay un tercero.

Y sonrío.

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